Por: Redacción judicial
Una investigación internacional reveló que más del 70% de las localidades fronterizas de la Amazonía están bajo influencia directa de grupos criminales dedicados al narcotráfico. Se trata de 54 de 75 puntos críticos a lo largo de las fronteras compartidas por Colombia, Brasil, Perú y Ecuador, donde los límites nacionales se diluyen y el control estatal es prácticamente inexistente.
Las estructuras criminales más presentes en estas zonas son el Comando Vermelho, una de las mayores organizaciones delictivas de Brasil, y los Comandos de la Frontera, con origen en Colombia. Ambos grupos han encontrado en la selva no solo una ruta ideal para el transporte de cocaína, sino también un refugio donde las reglas las ponen ellos y no el Estado. En buena parte de estas regiones, los carteles no solo manejan el negocio de la droga, sino que también se mezclan con otras economías ilegales, como el tráfico de madera y armas.
En comunidades como Nueva Galilea, ubicada en la región peruana de Loreto, la convivencia con el narcotráfico se ha vuelto parte de la vida diaria. Roberto, un colombiano que llegó allí hace 25 años, aprendió a convivir con estos actores ilegales. Afirma que mientras uno no se meta con ellos, no hay problema. Su parcela, de apenas media hectárea, produce hoja de coca desde hace años, aunque ahora sobrevive vendiendo refrescos y churros. La coca, cuenta, le dio ingresos pero también enfermedades, y hoy dice preferir cualquier otra cosa antes que volver a mojarse en los cultivos.
El control territorial del narcotráfico es tal, que las rutas fluviales se han convertido en verdaderas autopistas para el envío de droga. Las llamadas “bestias”, embarcaciones pequeñas pero potentes, son capaces de movilizar hasta una tonelada de cocaína por viaje, navegando sin ser detectadas gracias al laberinto de ríos que cruzan las fronteras. Desde los laboratorios escondidos cerca de los puertos fluviales hasta los cargamentos que salen hacia el Atlántico, la red funciona sin interrupciones.
Las fronteras amazónicas son líneas invisibles en el terreno. A diferencia de los mapas, no hay vallas ni controles permanentes. Lo que sí hay es una ausencia total de autoridad, lo que facilita la expansión de grupos armados que operan tanto en núcleos urbanos como en lo más profundo del bosque. Las condiciones geográficas, sumadas a una presencia institucional frágil, han hecho de estos lugares un escenario perfecto para la consolidación de las economías ilegales.
En la triple frontera entre Perú, Colombia y Brasil, la violencia es pan de cada día. Hace apenas unas semanas, en el puesto de vigilancia de Tierra Amarilla, un grupo de diez hombres armados asaltó a los policías de turno y se llevó su armamento. Algo similar ocurrió en Tabatinga, localidad brasileña vecina a Santa Rosa, donde un funcionario peruano fue asesinado tras participar en un decomiso de productos ilegales. Son hechos frecuentes que no llegan a la prensa nacional, pero que pintan un panorama alarmante.
Según un análisis cruzado con bases de datos oficiales y fuentes de campo, se ha determinado que Colombia es el país con mayor nivel de penetración criminal en sus zonas de frontera: todas las localidades analizadas registran presencia de grupos armados vinculados al narcotráfico. Le siguen Brasil, Ecuador y Perú. En este último país, aunque la cifra es menor, se evidencian vínculos estrechos entre organizaciones colombianas y grupos locales, como Los Crías, que operan en coordinación con carteles brasileños.
En el caso colombiano, el enclave cocalero del Putumayo sobresale como una de las zonas más activas en la producción, procesamiento y comercialización de la coca. Allí se concentra una buena parte de los cultivos ilegales del país y, aunque en 2022 hubo una baja en los precios que afectó a los campesinos, desde mediados de 2024 la producción volvió a crecer. Algunas nuevas variedades de hoja permiten mayor rendimiento y han alentado el regreso de muchos agricultores a esta actividad.
En regiones como Cushillo Cocha, la producción de hoja de coca persiste pese a las cifras oficiales que indican una leve reducción. Las rutas de transporte de la droga siguen activas, y la protección de los cargamentos ya no depende únicamente de actores externos. En los últimos años, se ha detectado que varias armas incautadas durante operativos pertenecen a cazadores registrados legalmente, lo que sugiere que muchos permisos son usados como fachada para armar a los grupos criminales.
El crimen se ha adaptado a la selva, y en medio de esta maraña, las comunidades locales quedan atrapadas entre la necesidad y el miedo. El Estado, con escasos recursos y poca coordinación binacional, parece aún muy lejos de recuperar el control de estas fronteras por donde, cada día, salen toneladas de droga hacia los mercados de Estados Unidos y Europa.