Por: Redacción judicial
Cada vez resulta más evidente: Colombia ha sido víctima de un fenómeno silencioso, persistente y profundamente destructivo. Se trata de la captura del Estado, un proceso mediante el cual ciertos grupos de poder —políticos, empresarios, clanes regionales— se han ido apropiando de las instituciones públicas, moldeándolas a su favor y cerrando cada vez más los caminos de la transparencia, la meritocracia y el control ciudadano.
Esto no es nuevo. Lamentablemente, podríamos decir que esta captura comenzó hace más de dos décadas, quizá incluso antes. La Constitución del 91, que prometía un nuevo orden democrático, apenas tuvo tiempo de echar raíces antes de que empezaran a brotar los primeros brotes de corrupción organizada. Hoy, ese mal ha hecho metástasis. Lo vemos en los municipios, en los departamentos, en el Congreso y en las entidades nacionales.
Uno de los mecanismos más comunes y peligrosos es el de los llamados
“contrataderos”: empresas de economía mixta creadas por las administraciones locales para desviar recursos públicos de manera legalizada. Funcionan así: el alcalde o gobernador firma un convenio millonario con una de estas entidades, que a su vez subcontrata —a dedo— a terceros que terminan ejecutando obras infladas, innecesarias o simplemente ficticias. Todo bajo el amparo de la ley, o de sus vacíos.
Pero si miramos más arriba, la situación no mejora. El gobierno nacional, actual y anteriores, ha permitido —y en ocasiones fomentado— que importantes entidades del Estado caigan en manos de intereses políticos. Se nombran personas sin experiencia en cargos claves, se reparten institutos y empresas públicas como si fueran botín electoral.
La Unidad de Gestión del Riesgo, la Fiduprevisora, incluso Ecopetrol, han sido objeto de denuncias por manejos opacos y entregas de poder a grupos políticos específicos.
Esta captura no solo afecta la economía o la eficiencia del Estado: debilita la democracia misma. Porque simulan que todo funciona bien —hay elecciones, hay Congreso, hay Corte—, pero las decisiones importantes se toman en escritorios oscuros, entre favores y cuotas. La justicia actúa cuando conviene, los órganos de control miran hacia otro lado, y mientras tanto, la desigualdad crece, la gente se desencanta, y el Estado se aleja de sus ciudadanos.
Lo peor es que salir de esta trampa es sumamente difícil. Quienes han capturado el Estado no lo van a soltar fácilmente. Y mientras tanto, cualquier intento de reforma se estrella contra ese mismo muro de intereses cruzados. Es un círculo vicioso.
Por eso, más que promesas de campaña o discursos rimbombantes, lo que se necesita es una verdadera revolución institucional: una reforma que no dependa de los políticos de siempre, que limpie la casa por dentro y que devuelva el poder a la ciudadanía. No es una revolución con piedras ni gritos, sino una revolución de control social, de transparencia, de acabar con los favores y premiar el mérito. Esa sería la única forma de recuperar el país.
La gran pregunta es: ¿quién se atreverá a liderar esa transformación?